Mi querido maestro:
Recuerdo que no te gustaba ser llamado maestro. ¡Qué palabra tan excelsa! Tú preferías ser más humilde, como Sócrates que sólo sabía que no sabía. O como aquel pensamiento de Aristóteles que escribiste el primer día en la pizarra: “El ser humano es el animal que posee la palabra”. ¡La palabra! Qué importante es saber que somos capaces de hablar.
Tus
alumnos te agradecimos y te agradecemos que no quisieras ser tú el único
poseedor de la palabra, que te había llegado desde la asamblea universitaria
celestial, ni que la clase fuera “tu clase”, sino el aula de todos. Me
encantaba que pidieras nuestra opinión y compartieras tus decisiones en lugar
de imponerlas unilateralmente.
No empleabas los
libros como si fueran los poseedores de la verdad revelada que teníamos que
aceptar, y te esforzaste en que comprendiéramos que podemos tener ideas propias
y expresar pensamientos y sentimientos que fueran nuestros.
Hoy tomo la
palabra de nuevo para devolvértela, siento la necesidad de hablarte, de que
alguien me escuche, y recurro a ti de nuevo.
Te gustaba que
te tuteáramos como señal de amistad y confianza. ¡Quiero darte las gracias por
tantas cosas! Por ser como eras y aceptarnos como éramos nosotros. Gracias por
mostrarnos tu ilusión, tu entusiasmo y trasmitírnoslos a nosotros. Ese fue tu
método acertado de motivación.
Te
doy las gracias por creer en el valor de los niños y de los jóvenes, ahora que
somos niños y jóvenes y no solo para un futuro, para cuando dejemos de ser
jóvenes. Por defender que los niños y los jóvenes somos capaces, tenemos
capacidades no solo para introducir datos en nuestra memoria, sino también para
hacer algo con esos datos.
He comprendido
mejor, me he dado cuenta de que la cultura no se tiene, sino que se hace; que
nuestra mente no es un almacén, un banco de datos y menos aún un cementerio.
Recuerdo cómo nos
animabas a resucitar la cultura para amarla, valorarla e incorporarla a
nuestras vidas y no solo consumirla. Si no asimilas la cultura, la cultura te
asimila a ti, te domestica y no te deja ser tú mismo. Rompimos el consumir
pasivamente lo que nos daban en las clases, que tal vez nos inclinase a otros
consumismos como alcohol, drogas, etc.
Nos diste la
oportunidad de aprender a dialogar, a reflexionar, a buscar en común entre
nosotros y con vosotros, aprender a autocriticarnos y a autocorregirnos, como
base sólida de toda educación y de todo aprendizaje. El diálogo aclara ideas y
ayuda a analizar conceptos, es apertura, apertura mental. Nos ayudaste a formar
una comunidad de diálogo y de investigación, abierta a la libre indagación, al
libre diálogo, a la colaboración. Ofrecíamos respuestas provisionales, pues no existe
la respuesta única en el libro o en la boca del adulto. La verdad es múltiple y
puede ser de otra manera.
Éramos los
protagonistas de nuestras vidas, de nuestra educación. Aprendimos la necesidad
de contar con los otros, que son nuestro espejo para hacernos a nosotros
mismos, por lo que tenemos que aprender a conocerlos, para poder respetarlos y
respetarnos a nosotros mismos. Necesitamos conocer nuestros sentimientos,
nuestras emociones y las emociones de los demás. Tomar conciencia de por qué
somos agresivos, por qué amamos y luego, a veces, odiamos, cuál es el papel de
nuestras emociones, de aquello que nos mueve, que nos empuja hacia los
objetivos a conseguir, y aprender a ser dueños de ellas para que ellas no
decidan por nosotros.
Comenzamos a
aprender a pensar por nosotros mismos, a mirar hacia nuestro interior para
vernos mejor. Nos ayudaste a desarrollar la capacidad de juzgar, de realizar
análisis, de hacer juicios razonables; de interpretar, de sentir, de amar y de
ser amado, de resolver nuestros problemas, la capacidad que nos permite
adquirir la conciencia de nosotros mismos en relación con los demás.
En
valores me llamó la atención que no hubiera valores establecidos de antemano
por los adultos para que los aceptemos sin más. Lo que llaman transmitir los
valores que parecía adoctrinarnos más que otra cosa. No querías guiarnos a
ninguna parte, “caminante, no hay camino, se hace camino al andar” del gran
poeta filósofo, pero nosotros sí encontramos la guía en ti.
El “todo vale”
provisional para ir demostrando cada día que no todo vale igual, sino que
tenemos que ir descubriendo por medio del diálogo, contrastando opiniones y
razonamientos, lo que es valioso y lo que no lo es. Nos preparamos para
descubrir “fake news”, de los que se han apoderado de la palabra, de nuestra
palabra, hablan por nosotros, para nosotros, sin contar con nosotros. “Haz
esto, compra aquello, llama ya…” Pero nosotros tenemos algo que decir, o, al
menos, queremos tener algo que decir.
Nos ayudaste a
tener ideas propias, a ser personas y ciudadanos responsables, flexibles en
nuestras creencias y comportamientos, a ser tolerantes, a tener fuerza de
voluntad, a luchar contra las injusticias, contra la violencia, las drogas y
demás fuerzas que nos acechan. ¿Dónde y cuándo podremos aprender a no ser
violentos contra las mujeres o contra los inmigrantes? No ayudaste a construir
nuestra vida, a ver el mundo con ojos nuevos cada día.
Todo
fue ilusionante: El cambio de los pupitres para que pudiéramos vernos y
hablarnos. Los trabajos en grupos y en común. Ya no era mi aprendizaje, mis
notas, mi tapar la hoja para que no me copien y obtengan mejor calificación que
yo, estar en silencio y hablar solo cuando te preguntan. Ya no competía, sino
que colaboraba con mis compañeros, era un aprendizaje comunitario.
Recuerdo
un ambiente de cordialidad, de amistad, de alegría, de vida en el aula y tú
eras el primero en demostrarlo y contagiarlo. El respeto como único valor
aceptado por todos para comenzar a caminar, aunque no supiéramos en qué
consistía y tuviéramos que ir descubriéndolo en diálogo, comportamiento a
comportamiento. Y aprender el amor. No hay educación sin amor.
Gracias,
querido maestro, gracias por existir, por estar ahí.
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