sábado, 7 de mayo de 2011

Villamor de los Escuderos

Quiero comentar el nuevo libro que José María Calvo ha dedicado en esta ocasión a su pueblo natal. Buceé en determinados aspectos de la personalidad del autor que nos ayuden a contextualizar su libro sobre Villamor de los Escuderos y a profundizar en aspectos importantes de su estructura que aparecen camuflados bajo una aparente sencillez.

La vocación de José María Calvo es la Filosofía. Pertenece a la vieja estirpe de pensadores que, desde los albores del siglo VI antes de Cristo, se han caracterizado por la búsqueda de un saber universal, omnicomprensivo; es de esas personas para las que, en palabras de Terencio, “nada humano les es ajeno”. Y así, lo mismo podemos verle enfrascado en los más complicados problemas metafísicos, que extasiado ante la contemplación de las maravillas de la vida cotidiana, siguiendo, en éste y otros muchos aspectos las huellas del maestro de maestros, Aristóteles, que lo mismo intentaba desentrañar el misterio del movimiento y la naturaleza de las cosas, que se detenía ante cuestiones, aparentemente diversas, como el análisis del lenguaje, la vida de los animales, la literatura o las sutilezas de los regímenes políticos de todo el ámbito mediterráneo.
Y es que José María no pretende ni quiere renunciar a su condición básica de pensador, incluso cuando el pensamiento, como en el caso que nos ocupa, se anima de cariño hacia su terruño y nos presenta, en un denso, pero ameno documento, los diferentes aspectos que constituyen, a su juicio, la realidad esencial de su pueblo, Villamor de los Escuderos.
La obra de José María Calvo ha conseguido elaborar un estudio etnográfico de primer orden sobre lo que es un pueblo típico de España en la que conjuga la realidad presente con esa época en que la televisión no había conseguido ahogar todavía la mayor parte de los particularismos regionales que han enriquecido a nuestra patria,
Así, a través de páginas de prosa clara, pero en la que en ocasiones asoma la emoción contenida, vemos asomar esa sociedad pegada al terruño, y, como en un espléndido documental, vemos asomar descripciones de lugares, recursos naturales, instrumentos de labranza, transportes y comunicaciones, y, sobre todo, una descripción amorosa y apasionada de cada uno de los rincones de su amado Villamor de los Escuderos y sus costumbres, instituciones y particularismos que van desde un estudio de los apellidos y motes más frecuentes, a los lugares más dispares como la iglesia o el cementerio.
Una iglesia –el autor nos recalca con orgullo que es del ilustre arquitecto Rodrigo Gil de Hontañón, autor de la catedral de Salamanc.
Especial importancia dedica a la educación. Y es que, sin estas referencias a los centros de enseñanza de Villamor de los Escuderos, el libro no sólo quedaría cojo, sino que, en una persona que, como José María, a dedicado su vida a la enseñanza, sería algo imperdonable. Así, en las páginas finales del libro, y como un tributo más a la nostalgia, asistimos, acompañados de viejas fotografías y un elenco de viejísimo instrumental pedagógico. Aquí, la voz del autor vuelve a adquirir tono confidencial y nos dice:
“De los libros que utilizábamos recuerdo especialmente la enciclopedia de Álvarez. También teníamos el catecismo, la cartilla, los cuadernos, la pizarra y los pizarrines”.
Ante esta confesión evocadora, los que somos de una edad parecida o mayor a la del autor, no podemos evitar añadir: “¡Y nosotros también, José María! ¡Y nosotros también!”. Este párrafo, queridos amigos, es un compendio perfecto del programa educativo de los cursos anteriores al bachillerato en las décadas de los 50-60. Y creemos que muy pocos españoles que hayan alcanzado los cincuenta años se han sustraído a él. Pero la parte central del libro, comprendida entre las páginas 92 a 125 y que me permito recomendarles de manera muy especial, está dedicada a catalogar los juegos populares de su pueblo y que casi todos los aquí presentes hemos practicado en una u otra ocasión: Antón Pirulero, la aceitera vinagrera, los alfileres, el bote, el burro, el calienta manos y tantos otros. Y percibimos un aire de nostalgia hacia las calles empedradas que enmarcaron los años de su niñez, ya lejana en el tiempo, pero que vuelve a asomar a sus ojos soñadores al evocar las canciones de corro de las niñas, algunas de las cuales nos hace el impagable favor de transcribirnos, como las del corro chirimbolo, “estaba el señor don Gato”, “Mambrú se fue a la guerra”, o “en coche va una niña”
No quiero cansarles glosando otros aspectos de este magnífico libro que prefiero dejar al encuentro personal del lector con la magnífica prosa de José María Calvo. Sólo me queda recomendar encarecidamente su lectura y rogar a los eruditos locales, que sigan las huellas de este entrañable gurriato de Zamora, a quien me permito felicitar una vez más por esta obra.
José Nicás

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